miércoles, 24 de junio de 2015

Lanzarote con encanto en 4 días

Séptimo día de viaje. Llegó el momento de abandonar el que había sido nuestro hogar durante los últimos 4 días en Fuerteventura, no sin cierta tristeza. La dueña de la casa nos había dicho que debíamos dejar las llaves en el buzón de la entrada, de modo que no nos despedimos de nadie. Huida silenciosa.

Partimos hacia el norte en nuestro Fiat Punto rojo, realizando el mismo recorrido que el día anterior, hasta las dunas de Corralejo. Nos dio mucha pena mirar hacia atrás y ver cómo aquella tierra, ya casi nuestra, quedaba en la lejanía.

Llegamos al puerto fácilmente gracias al navegador del móvil, soltamos el coche y compramos tickets de ferry hacia Playa Blanca (Lanzarote).

Teníamos alguna duda en relación a las navieras y finalmente, por precio, nos decantamos por la compañía Romero. Además, este ferry era más pequeño y tenía más encanto que los otros grandullones. Si la peque se entretenía las probabilidades de que se mareara en tan corto trayecto eran escasas. Por eso mismo, al entrar en el ferry nos dirigimos a la cubierta. Es cierto que hacía algo de viento, pero nos venía muy bien y el sol no picaba aún.


Al llegar al muelle de Playa Blanca, en unos escasos 50 metros encontramos la oficina de Cicar donde recogimos nuestro nuevo coche, un Ford fiesta gris. Semanas atrás habíamos planeado dónde comer. Sabíamos que había un pub irlandés en el puerto, a escasos metros del rent a car, ¡y allá que fuimos! Para evitar buscar aparcamiento decidimos dejar el coche cargado de maletas en la oficina de Cicar, con permiso de los encargados. Todo un detalle.

¿Qué pedir en un irlandés? Está claro: hamburguesas o alitas de pollo y pintas de cerveza (¡para la niña zumo!). Nos encanta. Resulta curioso que conocemos unos cuantos pubs irlandeses (Roma, Bratislava, Sevilla...), pero no hemos estado en Irlanda. Error grave.

Después de comer apetecía quedarse en aquella terraza junto al mar tomando pintas y viendo fútbol de reojo en esas pantallacas, pero la aventura nos llamaba.

El primer destino en la isla fue Costa Papagayo, un conjunto de bellas calas protegidas del viento en el extremo sureste de la isla. Aunque había varias calas para elegir, preferimos dirigirnos a la que tiene el mismo nombre: Playa Papagayo. El coche se portó bien. Al fin y al cabo tan mal no está el pavimento, aunque sea de arena apisonada y rocas.





Estuvimos tan a gusto allí que nos quedamos hasta bien tarde. Y nos freímos al sol. Primeras quemaduras del viaje. Pensábamos que íbamos a volver blancos como la leche, pero esa tarde la melanina comenzó a hacer acto de presencia, si bien con tono "coloraíto".

Cuando el sol caía decidimos que era hora de marchar. Había que cruzar la isla hasta llegar a Órzola, en el extremo norte, donde teníamos nuestra casa, "Con olor a mar", en primera línea de playa. Antes era necesaria una parada en algún supermercado. 4 días en la isla requerían avituallamiento si queríamos ahorrar un poco y, además, había que aprovechar la magnífica cocina que nos esperaba. 

Tras cruzar una isla no demasiado grande, vía Yaiza y Arrecife (aquí encontramos el mencionado avituallamiento), llegamos a la casa tras algunos despistes, aunque no tuviera mucha pérdida. De todos modos la simpática dueña vino a recogernos a la entrada del pueblo.

Preciosa casita, calle sin tráfico, mar enfrente, bombones, botella de vino blanco isleño en el frigo... Una bienvenida de lujo.

 


La marea estaba bajísima cuando nos fuimos a dormir, no sin antes eliminar 5000 mosquitos que se colaron en el salón por la terraza. Normal. No se puede dejar la luz del salón encendida mientras la terraza, oscura, permanece de par en par. Pese a los bichos dormimos como bebés en parte gracias al efecto embriagador del vinito que acompañó la cena y al agotamiento de un día de ajetreo viajero.

Al despertar cogimos fuerzas con un desayuno en la terraza y nos preparamos para largarnos en busca de volcanes. Un amiga nos había aconsejado madrugar para evitar una enorme cola de coches a la entrada del parque de Timanfaya, así que le hicimos caso (¡gracias!). Atravesamos media isla y llegamos sobre las 10, a buena hora, justo antes de la invasión diaria de turistas, por lo que no tuvimos que esperar para entrar. Cuando salíamos del parque la cola en la entrada era de una treintena de coches. ¡Vaya tela! Desde lo más alto la larga fila de coches se veía como un gusano de mil colores en medio del oscuro malpaís.


Para disfrutar del parque aparcamos en el Islote de Hilario e hicimos la ruta en guagua que parte de allí mismo y que, como se indica en la web del parque, "permite al visitante sumergirse en los paisajes más recónditos y fascinantes de Timanfaya". Este recorrido de 14 kilómetros nos permitió contemplar de cerca los materiales volcánicos (ocres, negros, rojizos... y a veces cubiertos por un liquen blanco que suele colonizar este tipo de suelos) y, algo más alejados, los cráteres.

Cada vez que la guagua se detenía, la gente se lanzaba contra las ventanas de un lateral para hacer fotos compulsivamente. También nosotros. Una buena cámara es importante, si se pretende hacer fotos desde el interior del bus. En este caso, no hay manera de bajar antes del fin del recorrido.

Lo pasamos genial observando el caótico paisaje que caracteriza a estos malpaíses del Valle de la Tranquilidad y Las Montañas de Fuego, haciendo fotos e imaginando que algún volcán se ponía en erupción... Sí, esas cosas se nos pasan por la cabeza. Pero es divertido imaginarlo, no vivirlo. La única erupción que hemos visto hasta el momento, en Stromboli durante el verano de 2014, nos pilló algo retirados, pero la vimos desde alta mar, poco después de atravesar el estrecho de Messina (Italia). Alucinante. La peque, a altas horas de la madrugada, daba saltos de alegría viendo cómo fluía montaña abajo la rojísima lava. Con 5 años aprendía casi in situ qué es un volcán.




   


Nos resultó muy interesante la noción que dan los guías sobre los estudios que se realizan en el parque en materia geológica y acerca de los procesos de colonización zoológica y fitológica sobre el suelo volcánico reciente. Aprendimos que Timanfaya nació de erupciones que se dieron en los siglos XVIII y XIX. Es un paisaje simplemente sobrecogedor, de ensueño, que el poeta supo bien reflejar en unas líneas:

He venido a vosotros para hablaros y veros,
arenales y costas sin fin que no conozco,
dunas de lavas negras,
palmares combatidos,
hombres solos,
abrazados de mar y de volcanes.
Subterráneo temblor,
irrumpiré hacia el cielo.
Siento que va a habitarme el fuego que os habita.

("A César Manrique, Pastor de Vientos y Volcanes", Rafael Alberti, 1979)


Después de recorrer el parque nos quedamos un buen rato en el Islote de Hilario para ver cómo salía disparada hacia el cielo el agua que un hombre introducía en agujeros en la tierra (a modo de géiseres), tomar una cervecita en el Restaurante El Diablo y babear viendo cómo el rico pollo "al volcán" se tostaba lentamente.


Decidimos no comer allí porque ya teníamos en mente otra idea. Habíamos oído hablar de que se comía buen pescado fresco en El Golfo, así que nos marchamos. De camino vimos las Salinas de Janubio y los Hervideros, estruendosos huecos cavados por el mar en los acantilados de lava sólida que bajan de Timanfaya.


 


Al llegar, aparcamos y paseamos para ver restaurantes. Los camareros salían a cazarnos, intentando convencernos... Detestamos eso. No nos gusta que vengan a convencernos para comer en algún sitio pero, a ver, tienen que currárselo. 

El caso es que echamos un vistazo a Tripadvisor, una vez más, y elegimos el número 1, Casa Rafa, más apartado del mar, pero con muy buena pinta. Y acertamos.

¿Lo que más nos gustó? El combinado de pargo, vieja y antoñito y el pulpo canario.



Y, tras degustar tal delicatessen, un paseíto. Nos acercamos al verde Lago de los Clicos y nos sorprendió el entorno brutal. ¡Qué explosión de colorido!
 



De camino a casa se nos ocurrió parar en lo que creíamos que era una piscina natural alucinante: el Charco del Palo, cerca del pueblo de Mala. Decepción total. Esperábamos un paraíso y encontramos una especie de piscina con algo de agua (vamos, un charco), algún erizo de mar y varios peces atrapados. Además, al aparcar vimos pasear delante nuestra a varios turistas desnudos, lo cual nos extrañó, pues estábamos en una urbanización de chalets, si bien algunos de ellos estaban abandonados y deteriorados. Intentamos bañarnos, pero el suelo era resbaladizo, así que decidimos pasear por la zona...
Al menos las vistas eran geniales. Paseamos por el acantilado e hicimos algunas fotos. Al salir de allí nos llamó la atención al cantidad de higos chumbos que hay sembrados. Investigando descubrimos que sirven para criar cochinilla para hacer colorante natural.


 



Había sido un día agotador y nos esperaba una casa maravillosa con la mejor terraza... Tras una ducha, una peli (ponían en la tele "Hotel Transilvania", ideal para la peque) y la cena caímos fritos.

Al día siguiente nos levantamos sin despertador y desayunamos en la terraza. Genial. Un día más, nos acompañaba la bajamar.


Luego nos pusimos de nuevo en marcha, pues había que aprovechar el tiempo, pero sin agobios ni planning...

Hace unos años, al organizar nuestros primeros viajes con la niña, tramábamos los planes meticulosamente, casi hora por hora. Esto resultaba agobiante. Qué ver y qué hacer, cuándo verlo y hacerlo, qué hacer primero y qué después... Es una locura y más con una niña pequeña. Además, hace dos años descubrimos que los planes no siempre salen bien. Atravesando en tren la República Checa bajamos en la estación errónea y nos perdimos en Pardubice (aún nos pone los vellos de punta el nombre). Y cuatro años atrás terminamos en urgencias en Viterbo, cerca de Roma, con la niña con gastroenteritis (atracón de pizza y pasta, dijeron). Cosas que pasan y estropean los planes cuadriculados. 

No sé si hemos aprendido la lección, pero el caso es que el tercer día de la isla, al menos, fue más relajado. Habíamos sacado una entrada combinada para Timanfaya, el Mirador del Río, los Jameos del Agua y La Cueva de los Verdes. Solo habíamos visto Timanfaya, así que era hora de ir a ver algo más.

La primera parada, a pocos kilómetros de casa, era la Cueva de los Verdes, parte visitable de un tubo hueco formado en un río de lava que bajó desde el volcán Corona hasta la costa a lo largo de siete kilómetros. La cueva es maravillosa y sirvió de refugio a los lugareños desde el siglo XVI para ocultarse de los ataques piratas. La visita guiada está muy bien y no hay peligro alguno, o sí... Quizá alguna peligrosa caída de varios metros... No vamos a desvelar el secreto. Quien quiera saberlo debe visitar la cueva. Nuestro consejo es que no pidáis información al respecto, pues el chivatazo le quitaría la gracia completamente. Totalmente apto para niños. Les encantará.


Al salir de la cueva nos dirigimos al mercadillo dominical de Teguise, que fue la capital de los majos (guanches de esta isla) antes de la conquista hispana. Para llegar elegimos una complicada ruta que, pasando por Tabayesco y atravesando el Barranco de Chafarís, nos llevaba a las nubes (y algunas, muy oscuras).



A medida que ascendíamos la temperatura caía más y más. ¡Hacía frío! Nubes, niebla, confusión, algún ciclista quizá perdido como nosotros... Pero llegamos al destino.

Unas comprillas en el mercado, un paseo (buscando un cajero), comida en el centro en un bar sin mucho bullicio, una hora de juegos en el parque infantil (incluyendo nueva amiguita para la niña)... Relax total.

 

Desde Teguise fuimos a Arrecife, ciudad con poca chicha, dejando a un lado el paseo marítimo y su fortaleza con cañones en el islote. No estuvimos más de dos horas. Un paseo muy agradable hasta la fortaleza, descanso en un parque infantil y, antes de largarnos, una merendola. 


Próxima parada, por fin, el cuco apartamento de Órzola. Demasiado bonito como para no aprovecharlo al máximo. Fue un flechazo, fue amor a primera vista y eso que habíamos visto muchos sitios. Pero esas vistas desde la terraza, el mar enfrente, a pocos metros... Una maravilla. No tanto los mosquitos.

Llegó el último día en la isla, el décimo acariciados por los alisios. Teníamos que aprovecharlo bien pero sin estresarnos. Desayunamos sin prisas en la terraza y partimos rumbo al Mirador del Río, atravesando el malpaís formado por el volcán Corona. Estremecedor paisaje. No me extraña que los piratas no encontraran a los isleños refugiados en la Cueva de los Verdes. Cualquiera llega hasta ahí sin señales...


 

Nos encantó el Mirador del Río, con vistas estremecedoras sobre la costa norte de Lanzarote y La Graciosa. Allí mismo, en la tienda de recuerdos, compramos a la niña un cuaderno para colorear dibujos (peces) del artista César Manrique, curiosamente los mismos que decoran el salón de la casa de Órzola. También nos llevamos detallitos para regalar, como collares y pendientes de lava y olivina o "lágrimas" de Timanfaya, siguiendo la leyenda.



Cuentan que poco después de las erupciones, los campesinos vivían cerca de la costa, en los acantilados. Era el caso de Tomás, que vivía cerca de Playa Papagayo y a quien le acompañaba cada verano en casa su nieta Olivina, una niña morena de ojos verdes, para ayudarle en sus tareas con las ovejas. Un día, debido a una insolación, Tomás cayó enfermo y la niña se hizo cargo de las ovejas, pero perdió una de ellas. Cuando supo que la oveja había caído por un precipicio se puso a llorar lágrimas verdes, como sus ojos. La diosa Timanfaya ordenó a las aves que recogieran las lágrimas verdes del mar y las dejaran caer en las montañas de la isla, como símbolo del dolor y la bondad. Tal mezcla de piedra y lágrimas formó la olivina.



Relativamente cerca de allí estaba Haría, donde vivió bien César Manrique. No podíamos dejar la isla sin visitar el pueblo. Una llegamos a la exótica Haría, aparcamos y paseamos hasta la casa-museo del artista. Nos quedamos merodeando por el bello jardín pero no entramos, pues la peque y los museos no son muy compatibles, aunque ya lleva visitados unos pocos en varios países. Ella es más de exteriores.


Tras nuestra experiencia manriquista, comimos relajadamente en una plaza de la misma Haría. De postre, y de camino a casa, una visita a los Jameos del Agua. Se trata de un sitio precioso donde habita una especie única de cangrejo (blanco) y donde varios artistas, entre ellos el propio Manrique, han creado un espacio único.

    

Además en los Jameos han desarrollado un espacio divulgativo sobre el vulcanismo bastante entretenido. Fue entonces cuando nuestra hija dijo que de mayor quiere ser, además de otras cosas (...), vulcanóloga. Cuando estuvo en Islandia hace dos años no lo tenía tan claro. Tampoco cuando vio la erupción del Stromboli el verano pasado desde alta mar. En vídeo es diferente. No hace pupa.


 
  
Aunque el tiempo no estaba siendo como esperábamos (sol, sol y sol, verano anticipado) nos apetecía un bañito, así que desde allí fuimos al Charco de la Novia, junto a Órzola. Las nubes se fueron retirando y pasamos un buen rato. Además, la peque y su padre aprovecharon los roquedales del malpaís para hacer una excursión con curiosos descubrimientos, como barcos abandonados, restos de kits de supervivencia en el mar... 

  


 
 

Para acabar la jornada y unas vacaciones perfectas, nos tomamos un vino malvasía criado en tierras volcánicas... No podía ser menos. Mientras tanto, la peque se puso a colorear sus peces manriqueños.

 


 


Por la mañana, tras preparar las maletas y desayunar en la preciosa terraza, nos marchamos hacia el aeropuerto con bastante tiempo por delante para nuestra tranquilidad. Dejamos el coche con el depósito lleno en el aparcamiento de Cicar y preparamos el papeleo para facturar.

Terminaba así una aventura de diez días que jamás olvidaremos. Nos hemos enamorado de estas islas y, si podemos, volveremos en busca de sus colores y sabores.

¡Hasta pronto!