La Navidad es muy especial para los niños y para los que ya no son tan niños, pues siempre, a todas las edades, hay circunstancias especiales en este tiempo que nos hacen disfrutar de una u otra forma. Para celebrar de la mejor manera estas fechas hace dos años preparamos un viaje sorpresa a París y Disneyland para nuestra peque y lo pasamos pipa los tres, visitando preciosos rincones de una ciudad que ya conocemos bien (fundamentalmente por haber vivido allí unos meses) y dedicando especial atención al mercado navideño de los Campos Elíseos. Por supuesto que disfrutamos mucho en Disneyland, pero la experiencia del mercadillo parisino nos gustó y se nos ocurrió plantear un viaje de auténticos "mercadillos navideños" para el año siguiente. Y así fue...
Después de indagar un poco sobre el ambiente navideño en determinadas ciudades alemanas, francesas, suizas y belgas, terminamos eligiendo Bélgica. Ya habíamos hablado de este destino años atrás, para ir en Navidad, primavera o verano, pero finalmente nos decantábamos por otros... Y la verdad es que el tema de las especialidades belgas como el chocolate o la cerveza tiraban fuerte... Además, los vuelos estaban muy bien de precio y encontramos buenas conexiones con Málaga o Sevilla.
Así fuimos esbozando en principio el plan de viaje: viendo vuelos. Una vez más comenzamos echando un vistazo a Google Flights para ver aeropuertos, horarios y precios. Precisamente pensamos que los precios relativamente reducidos estaban relacionados con los rumores que había sobre Bruselas tras los recientes atentados terroristas en París. Sin embargo, y como siempre hacemos, compramos los vuelos a través de las páginas web de cada aerolínea. En este caso elegimos por horario, precio y aeropuerto de destino estos dos trayectos de Vueling:
-Málaga - Bruselas (Zaventem): 15:15 - 18:00.
-Bruselas (Zaventem) - Málaga: 7:00 - 9:40.
En Málaga, como en otras ocasiones, dejamos el coche en el parking SP, muy fiable. Destacamos esta fiabilidad no en balde, pues en cierta ocasión nos dejaron el depósito a 0 en otro parking malagueño, probablemente por usar nuestro coche para llevar a clientes al aeropuerto o recogerlos. El servicio es rápido y además te llevan al aeropuerto y te recogen a la vuelta. Mola!
Bueno, la salida del vuelo fue puntual. Hasta ahora hemos tenido mucha suerte con este asunto y no hemos tenido que esperar más de media hora a pesar de que solemos volar con aerolíneas low-cost. Como llegamos con tiempo comimos unas hamburguesas antes de la salida (¡nos encanta comer en el aeropuerto!) y al rato estábamos en la cola del embarque. Tres horas después bajábamos del avión. ¡Otro país para añadir a la lista de visitados! Para nuestra peque suponía el país número 19 y para sus papis el número 24... ¡No está nada mal!).
Al llegar a Zaventem y tras recoger el equipaje buscamos los trenes y cogimos uno en dirección a Bruxelles Midi (Brussel Zuid), pues queda muy cerca del hotel que habíamos cogido en el barrio de St. Gilles: el B&B Aquarelle. Llegamos en unos 20 minutos a la estación y luego caminamos unos 15 minutos para conocer el barrio. Si hubiera llovido habríamos cogido un taxi, pero estábamos muy cerca y había un bonito castillo iluminado en Porte de Hal con focos de colores. ¡Qué noveleros! Aunque no conservamos fotos del mismo iluminado.
La llegada al hotel se vio envuelta en un halo de misterio. Nos costó dar con él, pese a que lo teníamos delante. Y es que parecía una mansión embrujada desde fuera. ¡Perfecto! Y, aunque no era un cinco estrellas, la habitación no podía ser más acogedora y calentita, y tenía unas vidrieras super chulas. ¡Ah! Y una habitación propia para la niña. Guay.
Soltamos las maletas, descansamos y nos fuimos a dar una vuelta en busca de cervezas. Pero no encontramos sitios donde tomar algo. Todo vacío. ¡Horror! Anda que igual que en Sevilla o nuestro pueblo, donde siempre hay al menos algún bar con ambiente. Pues aquí todo estaba muy triste y en silencio. Qué rollo, pensamos. Esperábamos de corazón que el día siguiente cambiara nuestra opinión sobre la ciudad. ¿Acaso habíamos cogido un hotel muy alejado del centro y el jaleo?
En fin, lo único que se nos ocurrió fue callejear hasta encontrar un sitio donde cenar. Y así nos topamos con el letrero de "Hector Chicken", una cadena de restaurantes take-away de pollo frito. Y de postre, ¿qué mejor que una selección variopinta de exquisitas cervezas belgas bien frías? Había de todo tipo en una tienda de chinos situada en la esquina frente al hotel.
Pues eso. Paseíto nocturno, pollo frito, atracón de cervezas, ducha y a la cama, que nos esperaba un día largo de callejeo por la ciudad.
Al día siguiente nos levantamos y bajamos a desayunar llenos de curiosidad por ver qué nos pondrían. Sorpresa. Una sola mesa para todos los huéspedes. No nos gusta eso. No queremos desayunar pegados codo con codo a un extraño o que éste nos mire frente a frente cómo masticamos. Sí es verdad que el desayuno estaba rico y era variado.
Terminamos rápido y nos lanzamos a patear la ciudad. En primer lugar fuimos hacia Porte de Hal para encarrilar la Rue Blaes, topándonos a los pocos minutos con el mercadillo de segunda mano y antigüedades de Les Marolles. No compramos nada porque una discusión entre viandantes se elevó de tono y parecía derivar hacia pelea, así que huimos. Continuamos nuestra ruta girando a la derecha hasta llegar a la Rue Haute y, más adelante, a la Rue des Minimes. Allí encontramos el Museo Judío, donde hubo un atentado terrorista en 2014. Sabiendo esto no nos asombramos al ver a dos militares con metralletas en la entrada del mismo. Veíamos por vez primera en Bélgica una estampa que se repetiría en muchos lugares públicos debido a los recientes atentados.
Cuando nos dimos cuenta estábamos en la Place de Petit Sablon, donde nos encontramos con una hermosa fuente presidida por las estatuas de los condes de Egmont y Hoorn. Al parecer estas estatuas estuvieron en un principio en la Grand Place, donde fueron decapitados (1568) por orden del Duque de Alba, pues habían sido acusados de impulsar un levantamiento contra el gobierno de Felipe II de España: eran rebeldes ante la supuesta tiranía de nuestro país. A pesar de rememorar episodio tan turbulento, la verdad es que la plaza es un lugar alejado del bullicio del turismo y bastante bonito, ideal para hacer una pequeña parada o comer algún dulce de los comercios cercanos.
Habíamos llegado, sin darnos cuenta, al Palacio Real, aunque tiene poco que ver desde fuera.
El palacio no es usado como residencia real, ya que el Rey y su familia viven en el Castillo Real de Laeken, en las afueras de Bruselas. No obstante el Rey sí cumple sus funciones de Jefe de Estado en este Palacio Real de construcción relativamente reciente (siglo XIX).
Estuvimos merodeando por los alrededores, explicando un poco sobre aquello a la peque, y decidimos continuar el paseíto hacia las Galerías Reales de Saint Hubert, repletas de chocolaterías.
Este detalle era importante porque pretendíamos comprar para nosotros y para regalar a la familia, todos muy aficionados al chocolate de cualquier forma o color.
El camino hasta las galerías nos gustó mucho. Nos topamos con el Mont des Arts, un bonito mirador desde el que se puede contemplar la Grand Place y la torre del ayuntamiento, la catedral... Está rodeado de museos como el de Magritte o el de Instrumentos Musicales. En otra ocasión quizá los visitemos. ¡No teníamos tiempo! pero bueno, siempre hay que dejar algo pendiente para volver con ganas.
Continuamos por la Rue de la Madeleine y así llegamos a una placita con encanto, Agoraplein, donde descansamos un rato. Está ubicada entre la Rue de la Montagne y la Rue du Marché aux Herbes y destacan en ella tanto el intenso trasiego de personas, turistas y "autóctonos", como las tiendas de chocolate y souvenirs, por lo que puede ser una buena ocasión para adquirir algunos. Desde luego, nuestro objetivo estaba en el chocolate de las galerías y estábamos a dos minutos a pie. ¡Así que nada de mirar escaparates! Cuatro pasos y llegamos.
Estas galerías fueron las primeras comerciales de Europa (1837). Además, son de las más elegantes, y ello se debe en parte a la enorme cúpula de cristal que las cubre. Es grande la impresión al entrar a las galerías por su iluminación, decoración, equilibrio y belleza en todos los sentidos... Adultos y niños quedarán alucinados.
En ellas se distinguen tres zonas que son como tres tramos casi idénticos separados por un arco: la Galería de la Reina, la Galería del Rey y la Galería de los Príncipes. Todas ellas están repletas de tiendas cuyos escaparates están diseñados para atraernos como estuviéramos hipnotizados. Es que hay escaparates y escaparates.... Y estos son alucinantes, al menos en época navideña. ¿Quién se resiste a entrar en una tiendecilla de chocolates belgas con un escaparate como este? Una vez entras vez bombones y chocolates de todas las formas, combinados con todos los ingredientes y presentados de las más bellas formas. El precio, eso sí, no debe asustarnos: os ponemos sobre aviso que estas chocolaterías no son low cost.
Finalmente el marketing cumplió su función y pillamos chocolates para nosotros y los abuelos. ¡Riquísimos!
Pero no todo es chocolate en las galerías. También hay joyerías, cafeterías, restaurantes, tiendas de alta costura, tiendas de antigüedades... incluso un cine y un teatro. Merece mucho la pena esta visita. A nosotros, como ya habréis comprendido, nos encantó.
Como había hambre y probablemente las cocinas de toda la ciudad habían cerrado tras una breve búsqueda terminamos en el Pizza Hut del Boulevard Anspach.
De postre o merienda sabíamos lo que queríamos. Cerca de allí estaba la cervecería Delirium Café, otro must en nuestra visita a la capital belga. Un pequeño paseo y allí nos plantamos. Por un momento temimos que no impidieran pasar con la niña (como nos ha sucedido en muchas ocasiones, sobre todo en algunas ciudades escocesas como Edimburgo) pero afortunadamente no fue así.
Llegamos y bajamos al sótano, que estaba prácticamente vacío, disponible para nosotros, y es que era mala hora. Para nosotros era buenísima hora, pues pretendíamos pasar buena parte de la tarde degustando los exquisitos zumos de cebada y trigo. Elegimos una mesa en un rincón magnífico, en la penumbra, desde donde podíamos admirar la totalidad del antro, profusamente decorado en una especie de horror vacui con bandejas y platos pintados de múltiples colores con los logotipos de marcas de cerveza de todo el mundo. En fin, nos pusimos manos a la obra con la carta: había que elegir dos cervezas para empezar de entre las 2400 disponibles. Difícil tarea.
En serio, ¿2400 cervezas? ¿En qué bodega puede guardarse tal tesoro? Pues en este templo, sin duda. La carta que aparece en la foto sobre estas líneas es la carta completa del Delirium, la carta de abajo es la carta reducida, más asequible para gente poco docta como nosotros.
Un cuarto de hora más tarde teníamos las dos primeras candidatas: una Carolus Golden y una Delirium Tremens. Excelente elección. ¡Exquisitas!
Entre la sed (menuda caminata) y las ansias por probar todo (Ja Ja!) no tardamos mucho en pedir otras dos: una Kapittel y, por supuesto, una Chimay. Hmm! ¡Benditos monjes trapistas!
Resulta curioso que al volver a casa tras el viaje nos hemos aficionado a comprar cervezas extranjeras, especialmente belgas, con sus copas a juego. ¡Cómo mola! Pero apenas tenemos sitio disponible ya para coleccionarlas. ¡Pronto habrá que buscar una buena alacena!
Nos hubiéramos quedado hasta bien tarde allí catando cervezas, pero la niña ya estaba harta de jugar a los juegos de la tablet y del móvil y se había acabado su zumo ya hacía tiempo... Así que muy tristes y algo mareados nos despedimos de aquel maravilloso refugio prometiendo regresar algún día. De todos modos no era tan malo lo que nos esperaba. Teníamos toda la tarde libre para disfrutar de los mercadillos y atracciones navideñas que adornaban todo el centro urbano, llamado también Plaisirs d'hiver, pues para eso estábamos allí.
El mercadillo se extiende prácticamente desde la Grand Place a la plaza de Sainte Catherine, aunque es aquí donde se acumulan centenares de casetas en las que se vende de todo. Por supuesto, no faltan los puestos de chocolate. ¡Yuju! Pero lo más llamativo para nosotros y nuestra nena fueron un precioso tiovivo como salido de otra época y la enorme noria desde la que vimos toda la ciudad. Bueno, más o menos.
Resulta que no amortizamos demasiado los 10 pavos que pagamos cada uno, pues justo antes de subir nos dimos cuenta de que no teníamos encima la cámara de fotos. Ataque de nervios. Y Bruselas preciosa de noche desde allí arriba. Qué mezcla de sentimientos. Pena, alegría y enfado brutal. ¿Quién llevaba la cámara? ¿Dónde nos la habíamos dejado? ¿En la cervecería? ¿En la pizzería? ¡¿Dónde?! Mientras tanto, decidimos enviar un par de mensajes via email y Facebook a la cervecería, por si daban con el dichoso aparato. Además llamamos por teléfono, pero nadie contestó.
En fin, hicimos alguna foto con el móvil, bajamos tras dos o tres vueltas bien lentas (y eternas) y nos lanzamos a la carrera (literalmente) hasta llegar sin aliento y sin esperanza alguna al Delirium. Habían pasado casi tres horas. ¿En serio iba a estar allí la cámara? Bueno, si no buscábamos no tendríamos oportunidades de encontrarla, así que por probar... Y así nos dirigimos al sótano, que estaba lleno. No cabía un alma y menos en la barra, donde luchamos por abrir un espacio hasta poder hablar con un barman. Le preguntamos si habían encontrado una cámara de fotos unas horas atrás, en una funda y tal... Nada de nada. Le preguntamos a otro compañero y nos respondió lo mismo después de buscar un poco por la barra. El bajón fue tremendo, pero aún quedaba un último cartucho: nuestra mesa. Nos dirigimos hasta ella y la encontramos ocupada por unos chavales que negaron haber visto una bolsa negra con una cámara. Pero antes de abandonar, rendidos, nos dio por mirar bajo la mesa. ¡Bingo! ¡Allí estaba esperándonos! Y es que la oscuridad del local que nos hizo olvidarla allí también contribuyó a que nadie se percatara de que estaba allí mismo. ¡Subidón! Y para celebrarlo, a la Grand Place a ver más Navidad. ¡Qué bien!
Nos quedaba ya poco que ver en la ciudad. Además, queríamos cenar en una taberna chulísima junto al hotel y antes nos apetecía una buena ducha. Pero no podíamos abandonar la ciudad sin ver al niño meón, el Manneken Pis.
Callejeamos hasta encontrarlo, siempre luchando contra hordas de turistas como nosotros y autóctonos. Y finalmente, decepción total: un meoncete poco diferente a los que tenemos en España y que suelen pasar desapercibidos.
Luego nos topamos con otro meoncete que encontramos en una heladería aledaña. Además, cayó un gofre. Qué maravilla.
De camino al hotel, por la Rue Blaes, nos detuvimos en un bar con muy buena pinta, Pin Pon, justo frente al mercadillo que habíamos visitado por la mañana.
Destrozados, nos fuimos a dormir y lo hicimos con pleno gozo del sueño. A la mañana siguiente, sumamente reconfortados por el masaje de Morfeo y las abundantes viandas de un buen desayuno, nos dirigimos de nuevo a pie hasta la Gare du Midi donde habríamos de coger nuestro tren hacia la bella Gante, ciudad que nos acogería durante los próximos días y que nos cautivó sin duda alguna, pero sobre eso os contaremos próximamente.
¡Saludos!
Después de indagar un poco sobre el ambiente navideño en determinadas ciudades alemanas, francesas, suizas y belgas, terminamos eligiendo Bélgica. Ya habíamos hablado de este destino años atrás, para ir en Navidad, primavera o verano, pero finalmente nos decantábamos por otros... Y la verdad es que el tema de las especialidades belgas como el chocolate o la cerveza tiraban fuerte... Además, los vuelos estaban muy bien de precio y encontramos buenas conexiones con Málaga o Sevilla.
Así fuimos esbozando en principio el plan de viaje: viendo vuelos. Una vez más comenzamos echando un vistazo a Google Flights para ver aeropuertos, horarios y precios. Precisamente pensamos que los precios relativamente reducidos estaban relacionados con los rumores que había sobre Bruselas tras los recientes atentados terroristas en París. Sin embargo, y como siempre hacemos, compramos los vuelos a través de las páginas web de cada aerolínea. En este caso elegimos por horario, precio y aeropuerto de destino estos dos trayectos de Vueling:
-Málaga - Bruselas (Zaventem): 15:15 - 18:00.
-Bruselas (Zaventem) - Málaga: 7:00 - 9:40.
En Málaga, como en otras ocasiones, dejamos el coche en el parking SP, muy fiable. Destacamos esta fiabilidad no en balde, pues en cierta ocasión nos dejaron el depósito a 0 en otro parking malagueño, probablemente por usar nuestro coche para llevar a clientes al aeropuerto o recogerlos. El servicio es rápido y además te llevan al aeropuerto y te recogen a la vuelta. Mola!
Bueno, la salida del vuelo fue puntual. Hasta ahora hemos tenido mucha suerte con este asunto y no hemos tenido que esperar más de media hora a pesar de que solemos volar con aerolíneas low-cost. Como llegamos con tiempo comimos unas hamburguesas antes de la salida (¡nos encanta comer en el aeropuerto!) y al rato estábamos en la cola del embarque. Tres horas después bajábamos del avión. ¡Otro país para añadir a la lista de visitados! Para nuestra peque suponía el país número 19 y para sus papis el número 24... ¡No está nada mal!).
Al llegar a Zaventem y tras recoger el equipaje buscamos los trenes y cogimos uno en dirección a Bruxelles Midi (Brussel Zuid), pues queda muy cerca del hotel que habíamos cogido en el barrio de St. Gilles: el B&B Aquarelle. Llegamos en unos 20 minutos a la estación y luego caminamos unos 15 minutos para conocer el barrio. Si hubiera llovido habríamos cogido un taxi, pero estábamos muy cerca y había un bonito castillo iluminado en Porte de Hal con focos de colores. ¡Qué noveleros! Aunque no conservamos fotos del mismo iluminado.
La llegada al hotel se vio envuelta en un halo de misterio. Nos costó dar con él, pese a que lo teníamos delante. Y es que parecía una mansión embrujada desde fuera. ¡Perfecto! Y, aunque no era un cinco estrellas, la habitación no podía ser más acogedora y calentita, y tenía unas vidrieras super chulas. ¡Ah! Y una habitación propia para la niña. Guay.
Soltamos las maletas, descansamos y nos fuimos a dar una vuelta en busca de cervezas. Pero no encontramos sitios donde tomar algo. Todo vacío. ¡Horror! Anda que igual que en Sevilla o nuestro pueblo, donde siempre hay al menos algún bar con ambiente. Pues aquí todo estaba muy triste y en silencio. Qué rollo, pensamos. Esperábamos de corazón que el día siguiente cambiara nuestra opinión sobre la ciudad. ¿Acaso habíamos cogido un hotel muy alejado del centro y el jaleo?
En fin, lo único que se nos ocurrió fue callejear hasta encontrar un sitio donde cenar. Y así nos topamos con el letrero de "Hector Chicken", una cadena de restaurantes take-away de pollo frito. Y de postre, ¿qué mejor que una selección variopinta de exquisitas cervezas belgas bien frías? Había de todo tipo en una tienda de chinos situada en la esquina frente al hotel.
Pues eso. Paseíto nocturno, pollo frito, atracón de cervezas, ducha y a la cama, que nos esperaba un día largo de callejeo por la ciudad.
Terminamos rápido y nos lanzamos a patear la ciudad. En primer lugar fuimos hacia Porte de Hal para encarrilar la Rue Blaes, topándonos a los pocos minutos con el mercadillo de segunda mano y antigüedades de Les Marolles. No compramos nada porque una discusión entre viandantes se elevó de tono y parecía derivar hacia pelea, así que huimos. Continuamos nuestra ruta girando a la derecha hasta llegar a la Rue Haute y, más adelante, a la Rue des Minimes. Allí encontramos el Museo Judío, donde hubo un atentado terrorista en 2014. Sabiendo esto no nos asombramos al ver a dos militares con metralletas en la entrada del mismo. Veíamos por vez primera en Bélgica una estampa que se repetiría en muchos lugares públicos debido a los recientes atentados.
Cuando nos dimos cuenta estábamos en la Place de Petit Sablon, donde nos encontramos con una hermosa fuente presidida por las estatuas de los condes de Egmont y Hoorn. Al parecer estas estatuas estuvieron en un principio en la Grand Place, donde fueron decapitados (1568) por orden del Duque de Alba, pues habían sido acusados de impulsar un levantamiento contra el gobierno de Felipe II de España: eran rebeldes ante la supuesta tiranía de nuestro país. A pesar de rememorar episodio tan turbulento, la verdad es que la plaza es un lugar alejado del bullicio del turismo y bastante bonito, ideal para hacer una pequeña parada o comer algún dulce de los comercios cercanos.
Habíamos llegado, sin darnos cuenta, al Palacio Real, aunque tiene poco que ver desde fuera.
El palacio no es usado como residencia real, ya que el Rey y su familia viven en el Castillo Real de Laeken, en las afueras de Bruselas. No obstante el Rey sí cumple sus funciones de Jefe de Estado en este Palacio Real de construcción relativamente reciente (siglo XIX).
Estuvimos merodeando por los alrededores, explicando un poco sobre aquello a la peque, y decidimos continuar el paseíto hacia las Galerías Reales de Saint Hubert, repletas de chocolaterías.
Este detalle era importante porque pretendíamos comprar para nosotros y para regalar a la familia, todos muy aficionados al chocolate de cualquier forma o color.
El camino hasta las galerías nos gustó mucho. Nos topamos con el Mont des Arts, un bonito mirador desde el que se puede contemplar la Grand Place y la torre del ayuntamiento, la catedral... Está rodeado de museos como el de Magritte o el de Instrumentos Musicales. En otra ocasión quizá los visitemos. ¡No teníamos tiempo! pero bueno, siempre hay que dejar algo pendiente para volver con ganas.
Continuamos por la Rue de la Madeleine y así llegamos a una placita con encanto, Agoraplein, donde descansamos un rato. Está ubicada entre la Rue de la Montagne y la Rue du Marché aux Herbes y destacan en ella tanto el intenso trasiego de personas, turistas y "autóctonos", como las tiendas de chocolate y souvenirs, por lo que puede ser una buena ocasión para adquirir algunos. Desde luego, nuestro objetivo estaba en el chocolate de las galerías y estábamos a dos minutos a pie. ¡Así que nada de mirar escaparates! Cuatro pasos y llegamos.
En ellas se distinguen tres zonas que son como tres tramos casi idénticos separados por un arco: la Galería de la Reina, la Galería del Rey y la Galería de los Príncipes. Todas ellas están repletas de tiendas cuyos escaparates están diseñados para atraernos como estuviéramos hipnotizados. Es que hay escaparates y escaparates.... Y estos son alucinantes, al menos en época navideña. ¿Quién se resiste a entrar en una tiendecilla de chocolates belgas con un escaparate como este? Una vez entras vez bombones y chocolates de todas las formas, combinados con todos los ingredientes y presentados de las más bellas formas. El precio, eso sí, no debe asustarnos: os ponemos sobre aviso que estas chocolaterías no son low cost.
Finalmente el marketing cumplió su función y pillamos chocolates para nosotros y los abuelos. ¡Riquísimos!
Pero no todo es chocolate en las galerías. También hay joyerías, cafeterías, restaurantes, tiendas de alta costura, tiendas de antigüedades... incluso un cine y un teatro. Merece mucho la pena esta visita. A nosotros, como ya habréis comprendido, nos encantó.
Como había hambre y probablemente las cocinas de toda la ciudad habían cerrado tras una breve búsqueda terminamos en el Pizza Hut del Boulevard Anspach.
De postre o merienda sabíamos lo que queríamos. Cerca de allí estaba la cervecería Delirium Café, otro must en nuestra visita a la capital belga. Un pequeño paseo y allí nos plantamos. Por un momento temimos que no impidieran pasar con la niña (como nos ha sucedido en muchas ocasiones, sobre todo en algunas ciudades escocesas como Edimburgo) pero afortunadamente no fue así.
Llegamos y bajamos al sótano, que estaba prácticamente vacío, disponible para nosotros, y es que era mala hora. Para nosotros era buenísima hora, pues pretendíamos pasar buena parte de la tarde degustando los exquisitos zumos de cebada y trigo. Elegimos una mesa en un rincón magnífico, en la penumbra, desde donde podíamos admirar la totalidad del antro, profusamente decorado en una especie de horror vacui con bandejas y platos pintados de múltiples colores con los logotipos de marcas de cerveza de todo el mundo. En fin, nos pusimos manos a la obra con la carta: había que elegir dos cervezas para empezar de entre las 2400 disponibles. Difícil tarea.
En serio, ¿2400 cervezas? ¿En qué bodega puede guardarse tal tesoro? Pues en este templo, sin duda. La carta que aparece en la foto sobre estas líneas es la carta completa del Delirium, la carta de abajo es la carta reducida, más asequible para gente poco docta como nosotros.
Un cuarto de hora más tarde teníamos las dos primeras candidatas: una Carolus Golden y una Delirium Tremens. Excelente elección. ¡Exquisitas!
Entre la sed (menuda caminata) y las ansias por probar todo (Ja Ja!) no tardamos mucho en pedir otras dos: una Kapittel y, por supuesto, una Chimay. Hmm! ¡Benditos monjes trapistas!
Resulta curioso que al volver a casa tras el viaje nos hemos aficionado a comprar cervezas extranjeras, especialmente belgas, con sus copas a juego. ¡Cómo mola! Pero apenas tenemos sitio disponible ya para coleccionarlas. ¡Pronto habrá que buscar una buena alacena!
Nos hubiéramos quedado hasta bien tarde allí catando cervezas, pero la niña ya estaba harta de jugar a los juegos de la tablet y del móvil y se había acabado su zumo ya hacía tiempo... Así que muy tristes y algo mareados nos despedimos de aquel maravilloso refugio prometiendo regresar algún día. De todos modos no era tan malo lo que nos esperaba. Teníamos toda la tarde libre para disfrutar de los mercadillos y atracciones navideñas que adornaban todo el centro urbano, llamado también Plaisirs d'hiver, pues para eso estábamos allí.
El mercadillo se extiende prácticamente desde la Grand Place a la plaza de Sainte Catherine, aunque es aquí donde se acumulan centenares de casetas en las que se vende de todo. Por supuesto, no faltan los puestos de chocolate. ¡Yuju! Pero lo más llamativo para nosotros y nuestra nena fueron un precioso tiovivo como salido de otra época y la enorme noria desde la que vimos toda la ciudad. Bueno, más o menos.
Resulta que no amortizamos demasiado los 10 pavos que pagamos cada uno, pues justo antes de subir nos dimos cuenta de que no teníamos encima la cámara de fotos. Ataque de nervios. Y Bruselas preciosa de noche desde allí arriba. Qué mezcla de sentimientos. Pena, alegría y enfado brutal. ¿Quién llevaba la cámara? ¿Dónde nos la habíamos dejado? ¿En la cervecería? ¿En la pizzería? ¡¿Dónde?! Mientras tanto, decidimos enviar un par de mensajes via email y Facebook a la cervecería, por si daban con el dichoso aparato. Además llamamos por teléfono, pero nadie contestó.
En fin, hicimos alguna foto con el móvil, bajamos tras dos o tres vueltas bien lentas (y eternas) y nos lanzamos a la carrera (literalmente) hasta llegar sin aliento y sin esperanza alguna al Delirium. Habían pasado casi tres horas. ¿En serio iba a estar allí la cámara? Bueno, si no buscábamos no tendríamos oportunidades de encontrarla, así que por probar... Y así nos dirigimos al sótano, que estaba lleno. No cabía un alma y menos en la barra, donde luchamos por abrir un espacio hasta poder hablar con un barman. Le preguntamos si habían encontrado una cámara de fotos unas horas atrás, en una funda y tal... Nada de nada. Le preguntamos a otro compañero y nos respondió lo mismo después de buscar un poco por la barra. El bajón fue tremendo, pero aún quedaba un último cartucho: nuestra mesa. Nos dirigimos hasta ella y la encontramos ocupada por unos chavales que negaron haber visto una bolsa negra con una cámara. Pero antes de abandonar, rendidos, nos dio por mirar bajo la mesa. ¡Bingo! ¡Allí estaba esperándonos! Y es que la oscuridad del local que nos hizo olvidarla allí también contribuyó a que nadie se percatara de que estaba allí mismo. ¡Subidón! Y para celebrarlo, a la Grand Place a ver más Navidad. ¡Qué bien!
Nos quedaba ya poco que ver en la ciudad. Además, queríamos cenar en una taberna chulísima junto al hotel y antes nos apetecía una buena ducha. Pero no podíamos abandonar la ciudad sin ver al niño meón, el Manneken Pis.
Callejeamos hasta encontrarlo, siempre luchando contra hordas de turistas como nosotros y autóctonos. Y finalmente, decepción total: un meoncete poco diferente a los que tenemos en España y que suelen pasar desapercibidos.
Luego nos topamos con otro meoncete que encontramos en una heladería aledaña. Además, cayó un gofre. Qué maravilla.
De camino al hotel, por la Rue Blaes, nos detuvimos en un bar con muy buena pinta, Pin Pon, justo frente al mercadillo que habíamos visitado por la mañana.
Por fin un descanso en el hotel, una ducha y a cenar en el ansiado restaurante especializado en carnes (la noche anterior no habíamos encontrado mesa libre): La Braise. Oscurita y con un embriagador olor a buena carne de producción ecológica, como anunciaba el letrero en la entrada. Era la mejor opción para despedirnos de la capital, carne y vino a la luz de las velas, en la penumbra. Y de postre, un poco de chocolate en el hotel. Misión cumplida: un día ajetreado pero lleno de emociones, placeres y conocimiento.
Destrozados, nos fuimos a dormir y lo hicimos con pleno gozo del sueño. A la mañana siguiente, sumamente reconfortados por el masaje de Morfeo y las abundantes viandas de un buen desayuno, nos dirigimos de nuevo a pie hasta la Gare du Midi donde habríamos de coger nuestro tren hacia la bella Gante, ciudad que nos acogería durante los próximos días y que nos cautivó sin duda alguna, pero sobre eso os contaremos próximamente.
¡Saludos!
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