jueves, 1 de octubre de 2015

El gran azul de la isla de Amorgos

Una vez más llegamos a nuestro destino con retraso. Maldita naviera Seajets: ferrys rápidos, sí, pero nunca puntuales. Menos mal que habíamos comido en nuestro apartahotel de Naxos aprovechando un late check out que nos vino de perlas, por lo que una merendola nos dejó satisfechos hasta la noche.

Una vez en Katapola buscamos al transfer que desde el hotel nos habían prometido. Habíamos quedado en vernos en una pequeña tienda del puerto en cuya puerta se podía leer "Amorgion Shop". Hasta que llegamos a la tienda no descubrimos que estaba especializada en licores de la isla. ¡Qué bien! Pensamos que sería buena idea comprar alguno antes de partir unos días más tarde desde el mismo puerto pero no era momento de pensar en despedidas. En la puerta de Amorgion Shop un chico nos preguntó si íbamos al Hotel Amorgion y cuando contestamos afirmativamente nos indicó que le siguiéramos: era nuestro transfer.

El hotel se encuentra a unos 15-20 minutos a pie desde el puerto y unos 5 o menos en coche. Así que en un cuarto de hora habíamos hecho el check-in y estábamos acomodados. Lo que más nos sorprendió fue la piscina y la terraza que la rodeaba, con unas vistas maravillosas a la bahía de Katapola, especialmente al atardecer.

¿Para qué perder el tiempo? Nos moríamos por un chapuzón y una tarde de relax, no sin antes consultar con Georgia, la directora del hotel, para reservar un coche de alquiler y que nos lo acercaran a la mañana siguiente.


En realidad estábamos deseando probar el licor y los dulces que nos habían dejado como obsequio de bienvenida en la habitación, pero era el postre para nuestra primera cena en la isla.


Mientras las chicas se daban un chapuzón papá fue a comprar algo para la cena caminando (una vez más, teníamos una mini-cocina, con cosas muy básicas...).  Una vez resuelto el aprovisionamiento nos tomamos unas Mythos en nuestra terraza particular (con vistas a la piscina y a Katapola), cenamos tranquilamente, volvimos a la terraza y nuestra pequeña se echó en su camita a leer un cómic con Wander (la ovejita que le regaló su abuela cuando fuimos a Islandia hace dos años) hasta que no pudo más. Un día muy largo...

Al día siguiente y tras un descanso reparador desayunamos en la terraza, pues el desayuno del hotel nos resultaba algo caro a pesar de que habíamos leído muy buenas críticas. Es cierto que nos estamos volviendo muy sibaritas, pero como todo no puede ser, hay que elegir en qué ahorrar. Tres noches en el hotel y tres personas... Desayunar encarecería mucho una factura que ya era elevada. Insistimos en que nos hubiera encantado desayunar al menos una mañana en el bar del hotel, junto a la piscina, pero no.

A primera hora de la mañana estábamos montados en un Fiat Panda (35€/día) que debíamos devolver en el puerto dos días después, en la oficina de Anemos. El plan era algo estresante pues nos planteamos recorrer la mitad norte de la isla, dejando la mitad sur para el día siguiente. Cierto es que la isla no es demasiado grande, pues tiene unos 4 kilómetros de anchura media y 35 kilómetros de largo, pero el hecho de que su superficie sea bastante escarpada raletiza un poco la comunicación por carretera debido a las curvas frecuentes.


Comenzamos dirigiéndonos al monasterio de Panagia Hozoviotissa, en un acantilado con el agua más azul que hemos visto jamás. Comprendimos al llegar por qué Luc Besson eligió aquellas aguas para rodar "Le grand bleu" (1988). Las imágenes que pondremos a continuación hablan por sí solas, pero el color del agua en esta isla tiene algo muy especial, sobre todo en este punto geográfico: del turquesa cristalino de la orilla evoluciona rápidamente hacia un azul marino de una profundidad casi mística. En verdad comprendimos los motivos de los monjes fundadores del monasterio, pues los acantilados, las rocas, el mar límpido y sincero que deja ver su fondo hasta el abismo, el cielo amplio y eterno... todo aquí inspira y evoca lo divino. A riesgo de resultar redundante, este es uno de los lugares más "llenos de ser" que hemos encontrado en nuestros periplos.

Tras este sugerente inciso, hemos de continuar con nuestro relato en registros más prosaicos. Aunque nos apetecía muchísimo darnos un baño en aquellas aguas era muy temprano y teníamos que aprovechar la aparente suavidad de un sol tempranero que resultó ser abrasador. Nos costó muchísimo subir los más de 300 escalones que hay hasta el monasterio. ¡Qué calor a las 10! Insoportable, sobre todo para nuestra hija, que tuvo que subir parando cada minuto y con la cabeza tapada por un pañuelo que habíamos cogido para la playa y para guardar el recato monacal, pues en la mayoría de monasterios griegos hay que taparse piernas y hombros. No obstante, el esfuerzo mereció bien la pena, pues todo nos resultó increíble: la ubicación, el mismo monasterio (perfectamente encaramado en la piedra del acantilado), las vistas y su enrevesado interior con múltiples recovecos que explorar.

Parece ser que el origen del monasterio se remonta al siglo XI, cuando Alejo I Comneno, emperador bizantino, construyó una fortaleza en un acantilado de Amorgos, la isla más oriental de las Cícladas, con objeto de proteger una imagen muy venerada de la Virgen que procedía de Tierra Santa y ha sido datada en el siglo IX. La imagen puede verse hoy en el monasterio y está repleta de exvotos.






  

Una vez dentro y casi terminada la visita un monje nos ofreció agua fresca, un vasito de licor y unos dulces típicos con sabor a rosa (loukoumi o lokum, para los turcos) que encantaron a la niña. Tras el calvario sufrido en el ascenso tenemos que decir que la sala fresca, el monje amable y bonachón, el asiento confortable, el refrigerio, el ambiente monacal, la magia del lugar... todo ello se confabula para provocar una sensación de paz única y placentera. Los dulces y el licor nos resultaron riquísimos y, de hecho, compramos licor en la tienda que había bajo el monasterio (en el parking) y varias cajas de dulces como souvenirs para las abuelas en el aeropuerto de Mykonos. 






 

Antes de abandonar el monasterio compramos un frasco de perfume y un colgante en un pequeño tenderete que el monje tenía montado junto a la sala donde te invita al refrigerio, en parte como muestra de agradecimiento y en parte como forma de recordar aquel día maravilloso que nos estaba regalando Amorgos. Sin embargo, abajo junto al parking encontraréis una tienda con más objetos, que fue donde compramos el licor y también una copia de la imagen de la virgen Panagia Hozoviotissa.

Nos merecíamos un descanso y un chapuzón y la playa elegida era esa misma de aguas de un azul profundo, que se encuentra más o menos debajo del monasterio. Cogimos de nuevo el coche y durante unos minutos recorrimos una carretera estrecha y serpenteante que se derramaba a lo largo del acantilado hasta la playa más increíble que hemos visto: Agia Anna. Allí no hay arena fina, pero la salinidad y la tranquilidad del agua la convierten en una piscina donde flotar sin hundirse hacia un fondo que está a muchos metros, pese a que parezca lo contrario. Nos resultó curioso que nunca antes nuestra hija había permanecido sola en el mar sin tener que chapotear para no hundirse... Aquí no hizo castillos de arena, pero disfrutó muchísimo en estas aguas tan azules. Un grupo de unas veinte personas se distribuían aquí y allá a lo largo de la estrecha franja de rocas que conformaba la escasa orilla y arriba, a unos veinte metros de la playa recorriendo el sendero hacia el parking, la pequeña capilla que corona la playa de Santa Ana (Agia Anna).



Es cierto que en el sentido en que muchos entienden la playa puede parecer una playa pobre, pues solo caben tres o cuatro familias y está repletas de piedras, así que si alguien piensa en playas de arenas blancas con mucho espacio libre, mejor que elija otro lugar.


Nos hubiéramos quedado toda la tarde allí, pero había mucha isla que recorrer y ya pasaban las 2 de la tarde. Nuestra intención era comer por allí y dirigirnos al norte, hacia el pueblo portuario de Aegialis, pero la carta del restaurante que había en Aggia Anna no nos convenció, así que cogimos el coche y pusimos rumbo al norte hacia Aegialis.

Tras recorrer la isla por la costa oeste esquivando cabras llegamos a Aegialis. Dimos un paseo con el móvil en ristre buscando sitio para almorzar, leyendo críticas en Tripadvisor, y finalmente nos decantamos por una taberna frente al puerto con una terraza pintada en tonos azules y alguna vegetación. Nos causó buena impresión y acertamos porque todo estaba riquísimo y a buen precio: lo que más nos gustó fueron las croquetas de calabacín (kolokithokeftedes), que tenían un sabor exquisito, acompañadas de un poco de tzatziki. A pesar de nuestros esfuerzos no recordamos el nombre de la taberna y ni siquiera podemos asegurar que aparezca en Tripadvisor. A veces está bien dejarse llevar por la intuición y no seguir otros pasos... Tras el homenaje nos fuimos a bañarnos a la playa de Agios Pavlos, un estrecho con muy buena pinta que habíamos visto kilómetros atrás, aunque con muchas piedras. ¡Otro chapuzón!




La playa de Agios Pavlos es muy bella, pues la punta que compone la playa es un pico saliente que se dirige hacia un islote que hay muy pegado a Amorgos, dibujando una estampa singular. A pesar de esto las piedras no nos hicieron mucha gracia, de modo que volvimos a Aegialis donde encontramos una playa amplia de arena fina y con un ambiente muy familiar y autóctono: la mayoría de la gente eran griegos pasando apaciblemente la tarde junto a sus hijos, que jugaban en el agua y la arena sin parar. Aún teníamos toda la tarde por delante para relajarnos y lo hicimos de la mejor de las maneras: baños, juegos, siesta, escapadita al supermecado para comprar un frapé instantáneo.... Luego partiríamos hacia Chora, capital de la isla, a la que habríamos dedicado más horas de haber sabido cómo era.


Por fin nos marchamos a la Chora, esquivando cabritas rumbo al sur por la misma carretera por la que vinimos.




En un principio desde el exterior nos pareció otro pueblo del montón que ya habíamos visto en las islas (todos preciosos, en nuestra opinión). Sin embargo, a medida que fuimos adentrándonos y descubriendo tiendas, plazas y recovecos repletos de buganvillas y otras flores, fuimos notando que aquello era diferente, espectacular, que la belleza invadía los múltiples rincones. En nuestra opinión, la chora más bonita de todas las Cícladas junto con la de Folegandros. ¿Quién nos iba a decir que esta maravilla se encontraba en esta pequeña isla que escapa de los circuitos turísticos? Por eso nos gusta tanto organizar viajes por libre, sufriendo y disfrutando con la minuciosa organización, eligiendo cada pueblo, cada playa, cada detalle... Cuesta trabajo pero merece la pena. Y engancha...

Subimos por una callejuela que elegimos por partir de la acera donde habíamos dejado el coche, en plena carretera. Supusimos que todas las callejuelas cuesta arriba conducían al centro, a las placitas... Y acertamos. Llegamos a una que nos encantó y allí nos sentamos a tomar un frappé mientras unos amigos jugaban al backgammon.

Los griegos que jugaban plácidamente en su mesa al backgammon no se percataban de que los observábamos y de que eran a su vez observados por algunos ancianos sentados en la puerta de su casa, como hacen los de nuestro pueblo en los anocheceres de verano... El tiempo transcurría lento y silencioso bajo la copa de un pino, que entrelazaba sus ramas con las de una buganvilla como en un romance apasionado. 


Allí se nos hizo de noche en torno a las 20:30 hora local. Con la noche comenzó a salir gente de sus casas y el pueblo cobró más vida... De la tarde cálida amenizada por el monótono canto de las cigarras pasamos a un atardecer fresco y bullicioso, aromatizado por las flores que decoran cada centímetro del lugar. Ahora bien, las calles más apartadas del centro seguían vacías de almas, pero llenas de encanto. Recorríamos las calles como en un sueño, como flotando, sin perseguir nada. Bellísima la Chora de Amorgos y maravillosas las sensaciones experimentadas allí.

 

  

 

Abandonamos Chora no sin cierta pena y nos dirigimos a casa, donde  nos dimos una reconfortante ducha y nos dispusimos a preparar algo de cena en la habitación: un poco de feta, una ensalada, un sandwich... También nos apetecía relajarnos, escuchar grillos, admirar las lucecitas del puerto de Katapola en la lejanía y la gama de púrpuras, rojos y azules en el ocaso sobre la bahía.


A la mañana siguiente desayunamos y marchamos hacia el sur, pasando como siempre por Chora. Teníamos la intención de volver, pero primero teníamos que visitar algún pueblo y probar otras playas de aquella zona que aún no habíamos explorado.


Nos dirigimos hacia Kamari y Vroutsis con la intención de hacer algo de senderismo, pero no nos apetecía mucho, así que, habiendo poco que ver en la zona (para una estancia corta), preferimos ir al monasterio de Agios Georgios Valsamitis, custodiado por monjas.


Ubicado en la ladera de una montaña y con poquísima vegetación alrededor... ¿A quién le dio por construir aquí tal monasterio? El de Panagia Hozoviotissa está en un acantilado con vistas espectaculares, lo entendemos ¿pero éste? Observando mejor nos percatamos de que el lugar sagrado su ubica justo en la cima desde donde las montañas descienden hacia las costas este y oeste de la isla, coronando un valle que desemboca justo en la bahía de Katapola y sobre una fuente natural con especiales propiedades minerales.

Así fue cómo comprendimos mejor cómo el monasterio fue en la Antigüedad sede del tercer oráculo de Grecia, el hidroráculo del Egeo, tras los de Delfos y Dodona... Es fascinante. En su interior puede verse una cueva minúscula de la que brota un flujo constante de agua sagrada. Para alcanzar el agua (fresquísima) hay que agacharse un poco y casi tumbarse, pero se puede. Vimos a una mujer llenar una botellita, pero como no llevábamos una encima... Las monjas fueron muy hospitalarias, nos dieron agua y unas porciones de un pastel delicioso. Nosotros, a cambio, compramos una cruz de madera decorada con flores rosas por ellas.

Es curiosa la permanencia de estos lugares sagrados desde tiempos pretéritos, muchas veces prehistóricos, y su adaptación a las diversas religiones y ritos que adoptan las sociedades a lo largo de los siglos.


Cargados de energía positiva nos dirigimos a nuestro siguiente destino, la playa de Mouros, allí cerca. Del mismo estilo que Agia Anna, pero con más espacio disponible, disfrutamos de nuevo del precioso azul de Amorgos y jugamos a nadar y subirnos sobre las rocas sumergidas, algunas pequeñas y otras enormes, como la que se ve en la siguiente imagen, bajo el acantilado.




Para almorzar teníamos claro que si no veíamos algo interesante cerca de la playa iríamos a Chora de nuevo. El día había amanecido con bastante viento del oeste y las playas del sur estaban todas orientadas hacia el oeste, excepto Mouros en la que ya habíamos estado, así que renunciamos al sur. Además, Chora es un pueblo que merece una segunda visita, incluso una larga estancia, y allá que nos fuimos

Elegimos un bar con muy buena pinta y muy acojedor que habíamos visto el día anterior, Kath Odon. Más que hablar nos dedicamos a observar con detenimiento cada detalle. Horror vacui.



Continuamos el paseo por el pueblo y cuando consideramos que era momento de cambiar de escenario marchamos a Katapola, pues nos quedaban pocas horas en la isla y no habíamos tenido la oportunidad de ver el puerto ni de bañarnos en su playa. Dimos nuestro paseo por la playa de Katapola, aunque renunciamos al baño porque el viento hacía que la tarde estuviera más bien fresca.


Llegamos al hotel cansados y con pena por tratarse de la última noche. Por delante nos quedaba un madrugón, pues nuestro ferry supuestamente zarparía a las 7:25 h. Debíamos dejar el coche en el puerto, en el renting, y subir al ferry de Seajets...

Maldición. Al amanecer echamos un vistazo a la web de Myshiptracking para ver si el ferry venía de camino... Nos extrañó que apareciese atracado en Atenas, cuando tan solo faltaban 40 minutos para que zarpase con nosotros rumbo a Paros. Pese a ello nos dirigimos con prisas al puerto y tras soltar el coche buscamos gente con maletas...

Nos sentamos en un banco y comenzamos a ver movimiento de gente en diversas direcciones. Mal rollo. Un muchacho llegó con unos tickets y los mostró a su novia, que estaba sentada junto a nosotros, comentándole que el ferry hacia Koufonisia zarparía a las 15 h. No pudimos evitar callarnos y le preguntamos qué pasaba con Seajets. Nos dijo que los domingos no zarpa ningún ferry de esa compañía. Bueno, ataque de histeria, llantos y desesperación... Vale, no por parte de los tres, sino solo de un tercio, y es que mamá es muy emocional.

Carrera hacia la oficina de viajes del puerto, cambio de billetes entre lágrimas, diálogo estúpido e incoherente con un griego que apenas podía defenderse en inglés y 20€ más invertidos en ferrys. Seajets jamás respondió a los emails de quejas: nos habían vendido por internet unos billetes para un trayecto que los domingos no se practicaba. Así que nos comimos un problema que nos quitó medio día de viaje. Por ello os recomendamos que antes de comprar los tickets consultéis con la naviera el horario exacto. Gran fallo por parte nuestra en este caso y un cero para Seajets. Nunca más.

La mañana dio mucho de sí. Teníamos disponibles unas 6 horas de aburrimiento. Desayunamos en el puerto acompañados durante un buen rato por un extranjero solitario que no dejó de recomendarnos los ferrys grandes y lentos como los de Blue Star. Este curioso señor insistió en que en nuestra pareja, como en casi todas, la mujer es mucho más emocional que el hombre. Que sí, que sí... (es que montamos un show).

Dejamos las maletas en el renting hasta que llegara la hora de partir (se portaron genial los de Anemos) y paseamos por Katapola, descubriendo callejuelas y rincones con encanto, y a la hora de comer elegimos un bar muy chulo para zampar unos gyros, que por cierto estaban riquísimos. Así pasamos las horas hasta que por el horizonte vimos acercarse el ferry, otra vez de Seajets (¡qué horror!).


No había ferrys a Paros, pero sí a Naxos, a donde regresamos tras habernos despedido unos días atrás. Ya en el puerto y durante algo más de una hora admiramos de nuevo la Portara mientras saboreábamos un frappé en el café Relax. Por fin llegó la hora, a media tarde, de subir al gigante Blue Star. ¡Alucinante! Más lento pero chulísimo por dentro: un ferry amplio, confortable y moderno. Nada que ver con los mini-ferrys de Seajets, donde además resulta imposible tomar asiento junto a tu familia. Por cierto, no nos molestamos en localizar nuestros asientos, pues nos topamos con un salón lounge con wifi. ¡Toma ya!

Por fin, en menos de una hora, llegamos al puerto de Parikia, donde nos esperaba -ya informado sobre la no existencia del ferry del amanecer- nuestro casero, Hervé, que nos llevó hasta la casita, muy coqueta y cerca del puerto...  Pero no es el momento de dar más detalles sobre nuestra estancia de casi 4 días en Paros... ¡Así que hasta pronto!


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