Durante el mes de julio anochece en torno a las 20'40 h. en las Cícladas. Cuando el ferry Seajet2 llegó a Karavostasi, el puerto de Folegandros, la noche había tendido su velo sobre el cielo. Recordad que sufrimos una hora de retraso en Santorini, lo que amargó un poco el final de una bonita estancia de tres días en la isla.
Al bajar del ferry buscamos el transfer que nos llevaría al hotel. Una mujer danesa, la madre del chico que lleva el hotel, nos indicó que esperásemos un poco, pues debía llevar primero a otra familia. Así, todo el mundo se fue marchando hasta que quedamos los tres solos rodeados de maletas y gatos un poco ariscos que merodeaban por el puerto y que no se dejaban tocar, ni siquiera fotografiar. Con los gatos nos entretuvimos durante un buen rato. También en ese tiempo descubrimos una pantalla que informaba sobre la posición de diversas embarcaciones en torno al puerto y nos asombramos al ver cómo una de ellas se alejaba a gran velocidad. ¡Era el mismo Seajet2 que nos había dejado allí! Se trataba de una web que informa sobre el tráfico marítimo en cualquier lugar del mundo. Desde entonces y hasta el final del viaje no dejamos de acudir a ella para ver el estado de nuestros ferrys y sus frecuentes retrasos. Esto resulta útil a la hora de pedir un café minutos antes de la hora de zarpar con la tranquilidad de que el retraso es un hecho, mientras los demás pasajeros corren a colocarse en la cola con cierta desesperación debida a la falta de puntualidad. Y más tranquilidad aún, sabiendo que los asientos están numerados y nadie puede robarte el tuyo.
Por fin volvió la señor del hotel a recogernos y de camino al hotel nos dio algunos consejillos útiles para ver lo necesario en el tiempo que pasaríamos en la isla. Llegados al Hotel Ampelos, una preciosa y enorme piscina desbordante, cuya orilla llegaba hasta la terraza de nuestra propia habitación, nos dio la bienvenida. Brisa marina, cielo estrellado, las luces del pueblo a lo lejos... y dos o tres gatos a nuestro alrededor. Ah! Y en una mesita, una botella de vino de la tierra como detalle de bienvenida por parte de la chica del hotel (novia del chico danés que era copropietario, junto con su madre, del Ampelos... Todos muy simpáticos). ¡Bravo! Por cierto, la habitación nos encantó: su terracita en la puerta junto a la piscina iluminada de noche, las vigas de madera, la decoración entre elegante y rústica y las vistas nocturnas sobre Chora Folegandros.
Estábamos tan cansados que no teníamos ánimo para caminar hasta el pueblo para cenar algo. Además, teníamos algunas latas de pulpo en la mochila, galletas y sandwiches, algo de comida que traíamos de Santorini, así que... cena low cost con vino y vistas. Y más gatos alrededor...
Al despertar decidimos ir a desayunar al pueblo, pues teníamos ganas de explorar y el desayuno del hotel (nos habían dicho que costaba unos 7€) nos resultaba un poco caro considerando que la niña solo iba a tomar leche, pues llevábamos chocolate en polvo y bizcochitos con fruta también... A ver cuándo se acostumbra por fin a desayunar tostadas.
Llegar al pueblo nos llevó menos de 10 minutos, Un paseo agradable y, a la vez, una investigación estimulante, pues no dejábamos escapar ni un detalle de lo que nos rodeaba.

La entrada a la Chora (que se lee jora), como le dicen allí a las capitales, nos encantó. Sabíamos que esas primeras callecitas frescas repletas de buganvillas y otras plantas auguraban un pueblo precioso. Y así fue, un flechazo a primera vista. En los primeros 15 minutos allí nos arrepentimos de haber reservado tan solo dos noches en la isla.
Tras callejear un buen rato ojeando cartas de bares muy coquetos elegimos una terraza bajo un enorme árbol que cobijaba toda una plaza. Había tan solo dos o tres familias cuando llegamos y más tarde, al medio día, la placita se ambientó y nuestra hija se puso a jugar con otros niños. Una vez más la lengua no era un impedimento para ella.
El desayuno no nos hizo gracia. El café griego que pedimos estaba malísimo (hemos probado otros mejores). Para colmo nos costó casi igual que el del hotel, así que nos salió mal la jugada. Al menos descubrimos esa plaza...
Nos costó levantarnos, pero quedaba mucho por ver. El primer paso era averiguar dónde tomar el bus hacia la playa de Akgali, una de las más bonitas de la isla y nuestra elegida para pasar el día. Un señor nos indicó dónde encontrarlo, si bien el horario de buses estaba anunciado en un lugar diferente.
Como faltaba más de una hora para el siguiente bus aprovechamos para investigar por el centro, y así llegamos al kastro (siglo XIII), la zona con más encanto. Un maravilla. Y lo mejor de todo es que no había ni un alma. Todo para nosotros, para jugar con la cámara y perdernos.
Por fin llegó la hora de coger el bus. 2€ por adulto y la peque gratis. 15-20 minutos de trayecto y un final apoteósico, con una cuesta abajo repleta de curvas peligrosas. En ese tramo el bus avanzaba con el freno pisado. ¡Qué susto! Pero allí enfrente estaba la playa, solitaria al medio día.
Agua cristalina, piedrecitas blancas y grises, algunas embarcaciones, pececillos... y nosotros, gafas de buceo en mano. El tiempo se nos fue volando y estuvimos casi todo el rato chapoteando en el agua. Se estaba tan a gusto...
Mientras flotábamos observábamos las tabernas de la zona. Una de ella, con muy buenas vistas, empezaba a llenarse a las 14 h. y comenzamos a preocuparnos, pues llegaba más gente en coches y buses y queríamos comer allí. Por eso dejamos nuestras cosas en la arena y subimos unas escalinatas hasta la terraza codiciada... ¡Bingo! ¡La mejor mesa! Y la comida, excelente. Pescado a la espalda, saganaki (queso frito) y, para la peque, una salchicha local gigante de la que no quedó rastro.
Después de comer nos dimos otro largo baño. La niña disfrutó muchísimo viendo a su padre saltar en "bomba" una y otra vez desde el borde de un acantilado, a poco más de un metro sobre el nivel del mar. Los niños saltaban desde más alto... pero bueno, más vale prevenir y no tener que usar la Tarjeta Sanitaria Europea.
El último bus volvía a la Chora a las 19,30, pero nos resultaba agobiante elegir ese o el anterior, por si nos quedábamos sin plazas... Así que elegimos irnos a las 18 h. Para ello nos pusimos en la cola, que ya crecía, un cuarto de hora antes.
Cuando llegamos al pueblo era temprano y quedaba una hora para la puesta de sol. Nos habían recomendado en el hotel verla desde la Iglesia de Panagia (Panagia en griego equivale a Santísima y se refiere a la Virgen). Así que nos pusimos en marcha. ¿Quién dijo calor? Eso no era nada viendo lo que estaba pasando en Sevilla.
Cuando comenzamos a ascender, fotografiándolo todo, nos topamos con un chaval que bajaba con dos burritos. Nos encantó la postal y tratamos de disimular para que el chico no sintiese el efecto paparazzi. Pero no fue la única y última vez que lo vimos. Al poco rato subió de nuevo con los dos burritos, con alforjas cargadas de algo... ¡Qué rapidez!
Por fin llegamos a la cima y pudimos disfrutar de unas vistas de infarto. Y, una vez más, llegaron los dos burros cargados. Descubrimos que se trataba de materiales de construcción. Irían a reformar la iglesia y como no hay otro modo de trasladar el material... Desde luego así es como se han hecho estas construcciones antiguamente (y con esto nos referimos hasta hoy).
Con tanta rampa necesitábamos un baño en la piscina, una ducha y una cena en nuestra plaza favorita. El sol se puso, hicimos mil fotos y nos largamos, pero al llegar al hotel estaban limpiando la piscina, así que no la probamos... y al despertar teníamos que abandonar el hotel. Fallos de cálculo. ¡La próxima vez, cuatro noches en Folegandros!
Pues eso, ducha rápida, todos guapetones y a cenar. El paseo ya de noche fue super agradable. Solo se escuchaban grillos. Pero conforme nos acercábamos al centro del pueblo los sonidos se multiplicaban y... ¿sonaba a fiesta? Efectivamente. Al llegar a la plaza nos encontramos con un ambientazo increíble, con música en vivo. ¿Pero de dónde había salido tanta gente de repente? Si la isla parecía estar semi-desierta...
Nos sentamos en una mesa en la terraza de un restaurante que no habíamos probado, también bajo aquel gran árbol, rodeados de mucha gente, pero especialmente había un grupo que llamaba la atención, no solo por las voces emitidas, sino asimismo porque eran muchas personas y con gran parecido entre sí. Mientras examinábamos la carta (sin necesidad, porque habíamos decidido cenar gyros, suvlaki... y cosas por el estilo) observábamos de reojo a la gran familia. Pronto comenzamos a imaginar el parentesco, el motivo de la reunión... Y ellos, especialmente un señor mayor, comenzaron a bailar sirtaki, la típica danza griega, al son de la música que tres hombres hacían... Una maravilla y una marcha tremenda. Los pies se nos iban detrás, pero nos mantuvimos quietos.
Una mujer mayor que también bailaba mucho y daba besos a todo el mundo se acercó a la mesa de al lado y pudimos escuchar cómo la felicitaban. Dedujimos que se trataba de unas bodas de plata o de oro o algo así, y que el señor mayor que se lo pasaba pipa con los músicos era su marido. ¿Quiénes eran los demás? En un principio creímos que eran británicos que estaban de viaje como nosotros... pero eran demasiados, muy parecidos entre sí y con muchos niños pequeños y medianos, entre los que había uno que molestó con piedrecitas a nuestra hija, hasta que lo frenamos con dos voces. Nos imaginamos entonces que habían venido a la isla para la celebración de sus padres. Supongo que no lo sabremos jamás.
A la mañana siguiente preparamos la maletas, desayunamos en el hotel (café, chocolate, pan con mantequilla y mermelada...) y dueño nos llevó al puerto con tiempo para esperar nuestro Seajet2 que, para variar, venía con retraso de una hora.
Subimos al ferry, volvieron a lanzar nuestras maletas con mala gana, nos sentamos separados (no entiendo esto de Seajets) y partimos hacia Naxos, donde pasaríamos dos días.
Así terminaba nuestra breve estancia en la isla. Breve, pero suficiente para marcarnos para siempre. Si volvemos a las Cícladas, esta será la primera parada...
Por fin volvió la señor del hotel a recogernos y de camino al hotel nos dio algunos consejillos útiles para ver lo necesario en el tiempo que pasaríamos en la isla. Llegados al Hotel Ampelos, una preciosa y enorme piscina desbordante, cuya orilla llegaba hasta la terraza de nuestra propia habitación, nos dio la bienvenida. Brisa marina, cielo estrellado, las luces del pueblo a lo lejos... y dos o tres gatos a nuestro alrededor. Ah! Y en una mesita, una botella de vino de la tierra como detalle de bienvenida por parte de la chica del hotel (novia del chico danés que era copropietario, junto con su madre, del Ampelos... Todos muy simpáticos). ¡Bravo! Por cierto, la habitación nos encantó: su terracita en la puerta junto a la piscina iluminada de noche, las vigas de madera, la decoración entre elegante y rústica y las vistas nocturnas sobre Chora Folegandros.
Estábamos tan cansados que no teníamos ánimo para caminar hasta el pueblo para cenar algo. Además, teníamos algunas latas de pulpo en la mochila, galletas y sandwiches, algo de comida que traíamos de Santorini, así que... cena low cost con vino y vistas. Y más gatos alrededor...

La entrada a la Chora (que se lee jora), como le dicen allí a las capitales, nos encantó. Sabíamos que esas primeras callecitas frescas repletas de buganvillas y otras plantas auguraban un pueblo precioso. Y así fue, un flechazo a primera vista. En los primeros 15 minutos allí nos arrepentimos de haber reservado tan solo dos noches en la isla.
Tras callejear un buen rato ojeando cartas de bares muy coquetos elegimos una terraza bajo un enorme árbol que cobijaba toda una plaza. Había tan solo dos o tres familias cuando llegamos y más tarde, al medio día, la placita se ambientó y nuestra hija se puso a jugar con otros niños. Una vez más la lengua no era un impedimento para ella.
El desayuno no nos hizo gracia. El café griego que pedimos estaba malísimo (hemos probado otros mejores). Para colmo nos costó casi igual que el del hotel, así que nos salió mal la jugada. Al menos descubrimos esa plaza...

Como faltaba más de una hora para el siguiente bus aprovechamos para investigar por el centro, y así llegamos al kastro (siglo XIII), la zona con más encanto. Un maravilla. Y lo mejor de todo es que no había ni un alma. Todo para nosotros, para jugar con la cámara y perdernos.
Por fin llegó la hora de coger el bus. 2€ por adulto y la peque gratis. 15-20 minutos de trayecto y un final apoteósico, con una cuesta abajo repleta de curvas peligrosas. En ese tramo el bus avanzaba con el freno pisado. ¡Qué susto! Pero allí enfrente estaba la playa, solitaria al medio día.
Agua cristalina, piedrecitas blancas y grises, algunas embarcaciones, pececillos... y nosotros, gafas de buceo en mano. El tiempo se nos fue volando y estuvimos casi todo el rato chapoteando en el agua. Se estaba tan a gusto...
Mientras flotábamos observábamos las tabernas de la zona. Una de ella, con muy buenas vistas, empezaba a llenarse a las 14 h. y comenzamos a preocuparnos, pues llegaba más gente en coches y buses y queríamos comer allí. Por eso dejamos nuestras cosas en la arena y subimos unas escalinatas hasta la terraza codiciada... ¡Bingo! ¡La mejor mesa! Y la comida, excelente. Pescado a la espalda, saganaki (queso frito) y, para la peque, una salchicha local gigante de la que no quedó rastro.
El último bus volvía a la Chora a las 19,30, pero nos resultaba agobiante elegir ese o el anterior, por si nos quedábamos sin plazas... Así que elegimos irnos a las 18 h. Para ello nos pusimos en la cola, que ya crecía, un cuarto de hora antes.
Cuando llegamos al pueblo era temprano y quedaba una hora para la puesta de sol. Nos habían recomendado en el hotel verla desde la Iglesia de Panagia (Panagia en griego equivale a Santísima y se refiere a la Virgen). Así que nos pusimos en marcha. ¿Quién dijo calor? Eso no era nada viendo lo que estaba pasando en Sevilla.
Cuando comenzamos a ascender, fotografiándolo todo, nos topamos con un chaval que bajaba con dos burritos. Nos encantó la postal y tratamos de disimular para que el chico no sintiese el efecto paparazzi. Pero no fue la única y última vez que lo vimos. Al poco rato subió de nuevo con los dos burritos, con alforjas cargadas de algo... ¡Qué rapidez!
Por fin llegamos a la cima y pudimos disfrutar de unas vistas de infarto. Y, una vez más, llegaron los dos burros cargados. Descubrimos que se trataba de materiales de construcción. Irían a reformar la iglesia y como no hay otro modo de trasladar el material... Desde luego así es como se han hecho estas construcciones antiguamente (y con esto nos referimos hasta hoy).
Con tanta rampa necesitábamos un baño en la piscina, una ducha y una cena en nuestra plaza favorita. El sol se puso, hicimos mil fotos y nos largamos, pero al llegar al hotel estaban limpiando la piscina, así que no la probamos... y al despertar teníamos que abandonar el hotel. Fallos de cálculo. ¡La próxima vez, cuatro noches en Folegandros!
Pues eso, ducha rápida, todos guapetones y a cenar. El paseo ya de noche fue super agradable. Solo se escuchaban grillos. Pero conforme nos acercábamos al centro del pueblo los sonidos se multiplicaban y... ¿sonaba a fiesta? Efectivamente. Al llegar a la plaza nos encontramos con un ambientazo increíble, con música en vivo. ¿Pero de dónde había salido tanta gente de repente? Si la isla parecía estar semi-desierta...
Nos sentamos en una mesa en la terraza de un restaurante que no habíamos probado, también bajo aquel gran árbol, rodeados de mucha gente, pero especialmente había un grupo que llamaba la atención, no solo por las voces emitidas, sino asimismo porque eran muchas personas y con gran parecido entre sí. Mientras examinábamos la carta (sin necesidad, porque habíamos decidido cenar gyros, suvlaki... y cosas por el estilo) observábamos de reojo a la gran familia. Pronto comenzamos a imaginar el parentesco, el motivo de la reunión... Y ellos, especialmente un señor mayor, comenzaron a bailar sirtaki, la típica danza griega, al son de la música que tres hombres hacían... Una maravilla y una marcha tremenda. Los pies se nos iban detrás, pero nos mantuvimos quietos.
A la mañana siguiente preparamos la maletas, desayunamos en el hotel (café, chocolate, pan con mantequilla y mermelada...) y dueño nos llevó al puerto con tiempo para esperar nuestro Seajet2 que, para variar, venía con retraso de una hora.
Subimos al ferry, volvieron a lanzar nuestras maletas con mala gana, nos sentamos separados (no entiendo esto de Seajets) y partimos hacia Naxos, donde pasaríamos dos días.
Así terminaba nuestra breve estancia en la isla. Breve, pero suficiente para marcarnos para siempre. Si volvemos a las Cícladas, esta será la primera parada...
ME ENCANTA TODO!!!
ResponderEliminarHabéis hecho un trabajo excepcional, utilísimo y precioso!!!
FELICIDADES!!!